jueves, 2 de julio de 2009

Abuelito dime tú

Mola sentarse delante del ordenador con la firme intención de escribir algo (aunque aún no sepas qué), acompañada de la ténue luz de una lamparita y a la espera de que la inspiración llegue para poder dejarte de tanta gilipollez e ir al grano...
A mí por lo menos me hace sentir importante o mejor dicho, hace que parezca que, el hecho de escribir una humilde entrada de blog redactada por una simple aficionada, tiene encanto. Definitivamente, el crear ambiente y tener la convicción de que los escritores importantes lo hacen de esta forma, merece la pena.

Minutos después de haber escrito el párrafo anterior, creo que lo que podríamos llamar inspiración ha llegado y he decidido contar algunas anécdotas. Pero claro, para eso primero he de poneros en situación, para que os orientéis cronológicamente y entendáis cada palabra de la historia.

Veréis, todo empezó cuando, El Día de mi Comunión...






Es broma.

Me remontaré tan sólo un poco y lo haré muy brevemente (creo. Según vaya escribiendo, veré si me recreo más o menos; todo depende de la cantidad de bromas por segundo que pueda introducir).

Como ya he comentado en entradas anteriores, mi familia vive en Murcia y, al estar allí durante un par de semanas, he tenido ocasión de recordar algunas cosas muy divertidas protagonizadas por mi peculiar abuelo.

Se llama Pedro aunque en el pueblo (y su mujer también) le llamen Perico. Tiene 90 años recién cumplidos y muchísima energía. Más o menos la misma que mala hostia. Tiene un carácter muy muy fuerte y, si además a eso le añades que nunca fue al colegio ni recibió una educación, imagináos lo difícil que resulta a veces comunicarse con él... Bueno, puede que ser sordo también dificulte de algún modo la misión pero, lo mires como lo mires, es difícil convencerle de las cosas más racionales y razonables. Es cabezón, qué se le va a hacer.
Pero, a pesar de todo esto, es una de las personas más generosas y desinteresadas que conozco. Tiene un corazón de oro y, además de espléndido con su famlia y con todos, es una bellísima persona. Es de esos hombres que te agradecen un favor toda la vida. Jamás lo olvidará y siempre hará todo lo que pueda por ti, cueste lo que cueste.

En una ocasión nos enseñó contentísimo sus gafas nuevas y nos contó que se la había jugao al de la óptica. Decía que estaba harto de tener que graduarlas cada dos por tres dejándose un cojón y medio y que, la última vez, fue con un plan. Resulta que, cuando el oculista le pregutaba por las típicas letritas del cartel para averiguar lo que veía y lo que no, él decía a todo que no para que le pusieran mayor graduación y así le aguantaran más tiempo las que le dieran...
Así que claro, el hombre decía que cada vez que veía los toros en la tele, parecía que le envestían él.

Otra de sus manías es la compra. Sabe con exactitud todo lo que hay y deja de haber en la nevera. Si cambias algo de lugar, estás perdido. Es él quien se encarga de ir al supermercado y tiene un control absoluto sobre los productos y los precios habituales. Tanto es así que una vez fue al Carrefour y, al ver en oferta los yogures (danones los llama él), las natillas, los flanes y todas esas cosas que normalmente se toman de postre, llenó dos carritos hasta arriba para aprovecharla. ¡Dos carritos!
Repartió flanes entre todos los nietos (gracias a Dios estar a 400km de distancia en esas circunstancias tiene sus ventajas). Mis primos dicen que, durante meses, cuando abrían el frigorífico sólamente podían verse lejas y lejas llenas de flanes. Algunas incluso con varias filas...
Esa época fue muy divertida porque, siempre que algún invitado pisaba "las casas de los flanes", se le ofrecía alguno.

- ¿Quieres un whisky?
- ¡Sí!
- Pues toma, un whisky y un flan.

Flan con nata, flan con frutas, flan con flan y flan, flan con galletas... Y todavía tuvieron que tirar más de una docena.

De hecho, mi abuelo mismo estaba tan cansado de la desmesurada cantidad de postres que compró que inventó un truco para sacerles el mayor partido antes de tirarlos (tenía que tirarlos, claro. Era imposible comérselos todos antes de que caducaran...). Como cargó en abundancia también con unas natillas de chocolate que por lo visto llevaban arroz (un arroz que además no le gustaba porque estaba duro), una mañana se puso manos a la obra, las abrió todas, las vació en un cazo, las calentó y, cuando el chocolate estuvo lo suficientemente derretido, puso un colador sobre un vaso, cogió el cazo, vertió las natillas y se bebió el chocolate dejando el arroz sobre la tela agujereada sin que supusiera un obstáculo...

Sé que hay muchas historias más de este estilo pero estoy pensando y ahora mismo no recuerdo ninguna así que, habréis de conformaros con éstas, que no creo que sean pocas.