martes, 18 de marzo de 2008

El ratoncito Pérez

Ayer, durante el paseo con mi abuela, ambas pudimos compartir un montón de anécdotas que nos han sucedido desde la última vez que nos vimos. Entre ellas, se encuentra una que le sucedió el domingo cuando se iba a escuchar misa.


No puedo deciros cómo se llama mi abuela porque me ha autorizado a contar ésto sólo si mantengo su anonimato así que sólo puedo deciros que su nombre empieza por Ros y termina por ario. Le buascaré un pseudónimo para que no pueda quejarse...


Mi abuela Audrey, es una mujer de 70 y pico años (no dirás abu, me callo el pico, eh...) a la que le gustan el cine en blanco y negro, las películas de Hitchcock y los libros de Agatha Cristie. Es bastante clásica para vestir aunque a veces se ponga mis vaqueros y además es una cachonda. Creo que exagera cuando habla de sus nietos y las injusticias la ponen negra...


Por lo demás es una abuela normal pero con eso y con todo, no hay vez que nos veamos que no discutamos y que no nos meemos de la risa con alguna cosa... Siempre le cuento chistes nuevos y ella siempre me cuenta el mismo porque no se acuerda de ningún otro pero al final siempre me cuenta algo que le ha pasado como si de una película se tratase. (Y luego dice que no me parezco a ella...).


El caso es que esta vez sí que ha sido muy gracioso y, lo mejor de todo vino después, cuando establecimos las claúsulas de lo que sería nuestro contrato verbal; contrato que yo debía respetar antes de contar su historia en mi blog. Como lo del nombre... y eso. Estuvimos planeando cómo lo escribiría y decidimos que quedaría mejor si la historia fuese contada en primera persona así que a través de mí, ella os contará lo que sintió. Utilizaré palabras que ella sugirió para que resulte todo más gracioso y exagerado:





El domingo, me arreglé para ir a misa. Me puse mi falda negra, mis medias, mis tacones, el jersey blanco y negro que me regalastes por Reyes... Después me pinté la raya negra de ojos (para lo cual tenía que quitarme las gafas), me puse colorete y me pinté los labios. Acto seguido me puse las gafas y me di cuenta de que debía pintarme de nuevo la raya porque la que me había hecho me quedó como a un Cristo dos pistolas... Cuando terminé la restauración, me fui al joyero y me atavié con mis mejores galas. Me puse el broche de oro que tiene forma de moneda (ese que heredé de mi madre y ésta a su vez de mi abuela...), me puse mi semanario y mis pendientes. Me puse mi colonia de Channel (esa que me regalasteis en los 90 y que no uso para que me dure...), mi abrigo y mi pasmina. Conecté la alarma y salí de casa sin olvidarme de echar el cerrojo. A continuación llamo al ascensor. Me subo. Bajo hasta el portal. Salgo refeliz de la vida y me dirijo a mi cita con "el Señor". Hasta ahora todo es aparentemente normal. Me siento especialmenete guapa y voy especialmente contenta caminando por las calles de Madrid. Pero, de pronto: ¡Oh! ¡Maldición! ¡Me he dejado los dientes en casa!

Sí, sí; como lo oís/leéis. Con tanta parafernalia se me había olvidado ponerme la dentadura postiza. Ya era lo suficientemente tarde como para no darme tiempo a volver a por ella y lo suficientemente temprano como para darme tiempo a encontrarme con alguna vecina en la puerta de la iglesia.

Desde ese momento me convertí en la mujer más seria de to' Madrid. La más seria o la más ligona porque no podía evitar ir poniendo morritos para que no se me hundieran los labios en la boca. Las mujeres debieron pensar que yo era una borde y los hombres que no paraba de insinuarme...

Justo después de la misa y sin haber recibido el cuerpo de Cristo, o sea, la ostia (sagrada), veo en la calle a mi vecina. Lo único que se me ocurrió fue meterme detrás de un arbol y ocultarme allí hasta que se fuera. Supuse que estaría esperando a su hermana y así fue. Cuando ésta llegó, se fueron juntas hacia nuestro edificio. Yo esperé un tiempo prudencial escondidita tras el tronco procurando que el resto de personas del mundo no creyeran que estaba loca... Cuando calculé que ya podía salir de allí, salí y me dirigí hacia mi casa haciendo lo que el cura nos había mandado de deberes: rezar. Y, ¿por qué dejar para mañana lo que puedes hacer hoy? Así que me fui rezando para no atrasarme en las tareas divinas y para pedirle a Dios que, como símbolo de agradecimiento por mi devoción, evitase algún encontronazo con algún conocido... Todo iba sobre ruedas pero creo que mi pacto con Dios caducó cuando puse un pie en el portal de mi casa. Supongo que eso es lo que sucede cuando no estableces correctamente las claúsulas de un contrato... Hasta casa llegué sana y salva pero, cuando fui a tirar de la puerta del ascensor: ¡Oh! ¡Maldición!

La vecina a la que estuve evitando todo el camino bajaba de la mano de su marido. Ya no tenía salida así que confesé y les alegré el día. Fui sincera y, con una buena dosis de arrojo y otra de vergüenza disfrazada de naturalidad, al final les conté lo mal que lo había pasado durante toda la tarde (omitiendo, obviamente, la parte en la que calculo fatal la distancia que hay entre la iglesia y mi casa para escaquearme de una incomodísima situación de la que ella era protagonista...).